Recordaste el llamado
Por: Paola Moctezuma
Tu madre abrió la puerta. Salí excitada de la casa
de techos azules y paredes amarillas. Por la nariz, los distintos olores de la
estrecha calle, que no veía desde hace una semana, entraron y buscaron su lugar
en la memoria; quise guardarlos para siempre, no sabía cuándo volvería a salir.
Las hojas secas en el pavimento se levantaron a mi paso. Olfateé las flores de
las jardineras que bordean la calle por el lado izquierdo. Me acerqué a los
troncos de los árboles. No quería desperdiciar la oportunidad de
olfatearlo todo, absolutamente todo; deseé llenarme de las historias que me
perdí mientras viví encerrada en el tercer piso. Cuando estuve por llegar a la
esquina de la calle te sentí. A mi
cuerpo, desde lejos, llegó tu disimulada angustia, comenzaba a alejarme
demasiado. Volteé la mirada y ahí estabas, afuera de la casa de enfrente, con él.
Escuché que le dijiste algo, pero no pude
entender. Caminaste con pasos levemente apresurados hacia mí. Al llegar a
la esquina me detuve. La avenida se abría paso justo enfrente, oí
el motor de los coches que pronto se pondrían en marcha. El débil
reflejo del sol, en los colores desgastados de una puerta de tonos azul grisáceo, llamó mi atención. El
cuerpo se tensó, las orejas se levantaron puntiagudas, el cuello se
alargó y los ojos se quedaron estáticos, como cristales. No volví la mirada
hacia ti, aunque supe, que al ver mi cuerpo
de esa manera, tu
angustia aumentaría. Solamente quedó una opción, una respuesta de la
naturaleza que ahuyentó cualquier otra posibilidad. Atravesé la avenida en
dirección opuesta a los coches, corrí entre ellos tan rápido como pude. Sentí
que me seguías a toda
velocidad. Escuché tus pasos chocando contra el pavimento y levantando las
mismas hojas secas, incluso escuché tu respiración acelerada y jadeante; aun así
quise entrar. Llegaste a la puerta de aluminio desgastada por el tiempo.
Pensaste que no podrías abrir y te imaginaste golpeando a puño cerrado y con
todas tus fuerzas, pero la puerta estaba abierta. Lo próximo que escuchaste
fueron ladridos salvajes, gruñidos que reclamaban algo y un solo chillido que
se repetía débil a lo lejos. Una bodega oscura: cuatro perras de hocico largo,
orejas triangulares y pelaje erizado sobre el lomo, acechándome. Me viste en la
esquina, encorvada. Manchas rojas de sangre pintaban mi piel. Trataste de
caminar con cautela en mi dirección, pero la perra alfa te peló los dientes y
enseguida las demás comenzaron a gruñir. Ahora te rodeaban. Levanté la mirada a
la puerta, la luz que entraba creaba un camino angosto. Alcé el cuerpo y corrí
sabiendo que utilizaba las últimas fuerzas. Tú querías salvarme. Antes de salir
las perras me alcanzaron, me empujaron con su fuerza bestial. Fue entonces
cuando escuchaste los chillidos de dolor, el verdadero sufrimiento. Corriste
hacía nosotras. Me miraste tirada en la banqueta, lastimada, un charco rojo en
forma de media luna crecía debajo de mí. Trataste de dar un paso pero una
membrana, casi imperceptible, se interpuso entre nosotras; inmovilizó tu
cuerpo, no pudiste acercarte. Volviste a pensar en él, en su cuerpo de hombre, y
creíste que debía aparecer y ayudarte, ahuyentar a las perras. Estabas furiosa
porque él no te siguió. Escuchaste un último alarido. La perra alfa arrancó la
piel del costado y metió su hocico entre las costillas, lo hundió cada vez más,
los huesos se rompieron como ramas y astillaron mi piel. La banqueta se llenó de
los fluidos que escaparon por la boca. Despojada de las últimas fuerzas, no me
inmuté. Por los ojos débiles entró la última imagen que se guardaría en la
memoria. Te vi observando cómo la perra alfa introdujo su cuerpo completamente
en mí. Fue hasta ese momento que la asemejaste a una loba.
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