Si hubiera nacido en...

 


Por: Sandra Fernández


Todas las mañanas, sucede que, al abrir la portezuela del auto, de pronto, se asoma un gato blanco que habita en la llanta trasera del auto.  Me mira, como los todos los gatos suelen hacerlo, con ese juez que se esconde detrás de sus ojos grises, como si conociera todos mis pecados y mi conciencia quedara expuesta a su lánguida mirada.  Extiende sus patas delanteras, con una lentitud que contrasta con la prisa que se apodera en mí, mientras, que yo hago malabares para no derramar el café sobre mi falda y por no tirar mi bolsa de mano, la mochila que guarda mi laptop y, por si fuera poco, un par de libros que invariablemente llevo conmigo; el que estoy leyendo ahora y otro más, que no pierdo la esperanza de que podré leer durante el día. 

Creo que este hábito se ha convertido en un símbolo de optimismo. O, mejor dicho, de ingenuidad, ya que una vez que me planto en la oficina, el impetuoso espíritu de escritor que llevo dentro se esfuma de inmediato. Como una vela que apagas de un jalón, dejando apenas un hilito gris y oloroso, por donde veo colarse cualquier tierno esbozo de escribir como Dios manda.

En el trayecto a la oficina, voy repasando la lista de actividades que haré durante el día. Y, además, voy agradeciendo cada una de las cosas que tengo, consejo que me dio mi terapeuta para “tomar conciencia del momento presente”. La verdad, es que en esta parte me atoro un poco porque me cuesta trabajo concentrarme en el momento presente, más bien, tengo una fuerte tendencia a divagar en otras vidas, en otros mundos.

Imagino como hubiera sido mi vida, si hubiera nacido en Burundi; el país más pobre del mundo; con seguridad, me dedicaría a cultivar café para subsistir, mi esperanza de vida se reduciría algunos pocos años, no podría andar en motocicleta porque además de estar prohibido, solo unas cuantas calles están pavimentadas. Quizá, los rayos abrasadores del sol me bañarían mientras me desplazo por áridos caminos para obtener agua. Mi tono de piel sería otro y la visión del mundo, distinta.

Viviría bajo el yugo de un gobierno opresor, una dictadura.

Me pregunto también, como hubiera sido, si hubiera nacido en Ruanda, país africano con el mayor crecimiento económico en los últimos años y que, por cierto, es frontera con Burundi.

Quizá trabajaría en un hotel de cinco estrellas, que aloja a miles de turistas al año, podría caminar por sus calles sin escuchar algún comentario racista o discriminatorio, ya que están prohibidos.

Le llaman el Singapur de África. Su gobierno menos arbitrario, abierto a la economía, al desarrollo.

Al dimensionarlo así, entonces mi vida toma otro concepto y el ejercicio de agradecimiento toma un matiz más real, se amplía en un espacio expansivo.

Así, perdida en mis cavilaciones, me he pasado de largo de la glorieta en donde debo de dar vuelta, por lo cual, debo retornarme unos metros más adelante y el retardo seguramente me cobrará la factura.

Pero lo disfruto. Sigo agradeciendo estar en este tiempo y momento presenta y también, porque no, agradezco al gato que me mira todas las mañanas y que sin saberlo me hace reflexionar un poco acerca de la mujer en que me convertido.

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