Autorretrato
Por: Paola Moctezuma
Han
pasado ya siete días desde que comencé a notar con más detenimiento aquellos
momentos que me provocan una respiración más honda y pausada de lo normal.
Algunos los viví por primera vez; otros llegaron a mí en forma de recuerdos,
como si por alguna extraña razón sintieran un llamado que los hiciera duplicar
su existencia en este tiempo y en este espacio.
Comenzaré otorgándole el derecho de antigüedad a la imagen que más me ha acompañado y, tal vez, el primer descubrimiento verdadero que tuve sobre aquello que me produce placer. No es sólo por su longevidad sino por la fuerza con la que regresa en cada ocasión que vuelvo a estar en carretera y un olor a ahumado se cuela por las ventanillas del coche a través de un viento ligero que crea la sinfonía perfecta y la coreografía que mi cabello hace para acompañarlo. El verde de los árboles y la salida triunfal de un cielo azul que se extiende infinito. Pero son también los silencios que irremediablemente llegan arrasando con toda forma y materia existente luego de instantes así.
Las pausas en el tiempo. Los nervios que me invaden cuando estoy enfrente de un caballo y el abismo de sus ojos que absorbe el miedo y desnuda el cuerpo. Los libros de páginas en las que detengo la lectura y trueno los dedos viendo a través de la ventana como si fuera la primera vez. Reconocerme en la mirada de mi perrita. Que a partir de las siete en las tardes de invierno las cosas regalan su color a la noche y todo se vuelve dentro de una escala de grises y blancos.
Es también la imagen de mi papá, que sólo existe en mi mente, sentado en la banca del jardín vestido de traje, leyendo un libro mientras las cuatro mujeres estábamos listas. Las preguntas que no tienen una respuesta rápida. La risa de mi hermana Daniela. El color negro. Los libros y las películas que me hacen llorar. El primer trago de cerveza en un día caluroso. El chocolate amargo. El olor de las sábanas limpias y la libertad que se crea en la intimidad y privacidad del baño.
Me gusta encontrar sabores en nuevas bebidas. La expresión corporal de quienes recuerdan o explican algo que les apasiona. Dormir en un cuarto frío. Ver a las personas a los ojos cuando me hablan y detenerme al encontrar su mirada cuando los míos vacilan al hablar. Los dulces ácidos. La consistencia que se crea en la boca cuando junto lo sólido con lo líquido. Jugar con diferentes texturas en la palma de las manos. Escribir pensamientos en una libreta pequeña. Las experiencias que crean viajes en el tiempo.
Sin duda tengo que decir que disfruto hablar en voz alta cuanto estoy sola. Observar a las personas a mi alrededor cuando salgo e imaginar porqué están ahí. Oler cosas para evocar un recuerdo. Hojear mi diario y darme cuenta de que en sus hojas están lágrimas, días de paz, ansiedad, tranquilidad y que todo eso ya es pasado. Abrazarme después de una meditación y poner la mano en el pecho mientras escucho Nuvole Bianche de Ludovico Einaudi.
Que a las siete cincuenta y seis después de un día soleado los lugares se convierten en espacios de color sepia. El gato blanco de la vecina que me observa mientras fumo un cigarro en el techo de la casa y las noches en las que en sueños me visita. El cielo cuando con sus colores habla.
Pero indudable e irremediablemente el momento que más viva me hace sentir es la primer bocanada de aire luego de un sueño del que ansiaba despertar, porque me recuerda que a veces eso es lo único que hace falta.
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